Homero Manzi. Ariel
A cien años del nacimiento de homero manzi, su obra sigue viva, hablando en tiempo presente
Ese gran poeta que nunca publicó un libro de poesías
Nacido el 1º de noviembre de 1907 en el poco tanguero pueblo de Añatuya –un empalme ferroviario con algunas casas, en Santiago del Estero–, Homero Nicolás Manzione fue no sólo un pilar esencial del tango, sino también un hombre de radio y de cine, además de periodista y militante político.
“Manzi encarna, más que ningún otro, la presencia de la poesía en la letra del tango” (Julio Nudler).
Hay tangos que son emblemas del género, a tal punto que sus nombres se han vuelto metonimias. Decir “Malena” es decir tango, decir “Sur” es decir tango, y el sentido se fija en la Argentina y en el mundo. Las letras de estos tangos son muy populares, se tararean de memoria, y sin embargo no son nada fáciles en el sentido jinglero al que nos acostumbró la industria de la música: expresan una hondura poética sin atajos. Homero Manzi fue el hombre que las escribió, en tiempos de esplendor del género, y en compañía de otros creadores irrepetibles como Aníbal Troilo. Hoy este hombre cumpliría cien años y, más allá de los intentos oficiales por encontrar alguna forma de homenaje, una cosa es segura: su obra seguirá viva, hablando en tiempo presente, aunque pasen los años y los centenarios.
Homero Nicolás Manzione nació el 1º de noviembre de 1907 en el poco tanguero pueblo de Añatuya –por entonces, apenas un empalme ferroviario con algunas casas y estancias– en Santiago del Estero. Llegó a Buenos Aires a los siete años, junto a sus siete hermanos y su madre, que buscaba una mejor educación para sus hijos. El lugar que lo recibió fue aquel que más tarde transformaría en tango: Pompeya, un barrio humilde y alejado del centro urbano de la época, con una fuerte impronta todavía ligada a la escena rural.
Con los años, Manzi vería transformarse aceleradamente –urbanizarse– aquel escenario que pronto se fijó como añoranza en su poesía. En tangos como “Sur” o “Barrio de tango”, el poeta captura aquel paisaje de la niñez, que sabe irreversiblemente perdido, y por el que ya comienza a sentir nostalgia. Como reseña Acho Manzi, el hijo del poeta: “San Juan y Boedo, Pompeya, y todo lo que se veía desde el dormitorio del Colegio Luppi (adonde Manzi estuvo pupilo al llegar a Buenos Aires): ‘el paredón’, ‘la esquina del herrero’, ‘Centenera y Tabaré’, el ‘Almacén de la Laguna’ en Corrales, junto al ‘farol balanceando en la barrera’, y desde allí, ‘recostado en la vidriera’, ‘Juana la rubia’, ‘el alfalfar’ contiguo, la curva de la vía donde los maquinistas ensayaban sin querer el ‘silbido del adiós que siembra el tren’, todo, todo, todo su Sur, en el barrio de tango que tanto amó”.
Y así como hoy los vecinos sensibles de Villa Crespo ven avanzar Palermo Queens en sus veredas y suspiran la certeza de que no habrá vuelta atrás –si se permite la comparación, inexacta en sus enormes diferencias contextuales– Manzi y sus contemporáneos vieron avanzar la modernidad de la época sobre barrios como Pompeya o Boedo, vivieron sus mutaciones. Y luego Manzi hizo poesía –tango– de su nostalgia de los barrios que han cambiado, y también de lo inexorable de la vida, y en general de las cuestiones importantes de la vida, que son aquellas con las que hoy se siguen identificando todos los que escuchan sus tangos.
El poeta del tango
Hay en la poesía de Manzi un elemento profundamente musical, que funciona como un encastre perfecto, indivisible. Como señaló el periodista Julio Nudler en un artículo publicado en el portal Todotango: “Manzi encarna, más que ningún otro, la presencia de la poesía en la letra del tango. Fue un poeta que no publicó ningún libro de poesías”. Su dupla con Troilo significó uno de los hitos del tango. Es uno de los binomios históricos del género, de esos que se citan rapidito al estilo Troilo-y-Grela, Gardel-y-Le Pera, y sin embargo no colaboraron juntos en más de seis ocasiones. Cuando Manzi murió de cáncer, a los 43 años, Troilo le dedicó su tango instrumental “Responso”.
En su brillante análisis, Nudler destaca dos características centrales de la obra de Manzi: el primero, el aporte que hizo a la modernización y la jerarquización de la milonga. Para llevar a cabo esta reinvención de la milonga tuvo un compañero fundamental, el pianista Sebastián Piana, con quien escribió grandes clásicos como “Milonga sentimental”, “Milonga del 900” y “Milonga triste”. Salas recuerda en su biografía que el mismo Piana declaró que su mayor aporte a la música argentina fue “haber renovado la milonga, haber creado una milonga suburbana, de la ciudad, diferente a la campera”. A partir del éxito de sus colaboraciones con Piana (entre las que también figuran tangos como “El pescante”, valses como “Paisaje” o “Esquinas porteñas”) Manzi se convirtió en un autor reconocido.
El otro aspecto de la obra de Manzi analizado por Nudler es “su mimetización con la fiebre romántica que contrajo el tango en los años ’40”. Aquí aparecen tangos imperecederos como “Fruta amarga”, “Torrente”, “Después”, “Ninguna” o “Fuimos”, esos que Nelly Omar (ver aparte) asegura que fueron escritos para ella. Y si hubo desencuentros en aquel gran amor prohibido, que perduró hasta la prematura muerte del poeta, a los 43 años, basta revisar los versos de “Fuimos”, escrito con el bandoneonista José Dames (“Fui como una lluvia de cenizas y fatiga / en las horas resignadas de tu vida...”) para acercarse al desgarramiento de aquella relación.
El hombre de los mil oficios
Manzi no sólo fue un poeta del tango, fue un apasionado militante gremial, dirigió Sadaic, ejerció también el periodismo, dictó clases como docente de Castellano e Historia, estudió Derecho, escribió una cantidad de guiones para la radio y el cine, y hasta codirigió un par de películas. Todas estas actividades no parecieron interferir su intensa producción como poeta, más bien la complementaban. Al igual que otra gran pasión, por si faltaran aficiones: el hipódromo de Palermo.
En el cine, su obra más importante es sin dudas La guerra gaucha, escrita en colaboración con su amigo Ulises Petit de Murat, pero también fue el responsable de títulos como El último payador, con Hugo del Carril, Su mejor alumno, de Lucas Demare, Escuela de campeones, Pobre mi madre querida, Pampa bárbara, Huella, Malambo, Confesión, Con el dedo en el gatillo, entre muchas otras. No sólo eso: en 1942 fundó Artistas Argentinos Asociados (AAA) con Enrique Muiño, Elías Alippi, Lucas Demare, Francisco Petrone, Angel Magaña y otros hombres de cine. Al morir tenía escritos varios proyectos de nuevos guiones, como demuestran las recopilaciones a cargo de su hijo Acho.
Como periodista trabajó en revistas como Micrófono y Radiolandia, que también dirigió; colaboró en los diarios Crítica, El Sol y El Combate, y en las revistas Línea y Ahora. Desde las páginas de la revista Antena se dio el gusto de criticar al mismísimo Gardel: “Gardel es un gran artista sin ningún control de sus condiciones ni de su destino. Vive y triunfa con la complicidad de Dios, porque él ha hecho todo lo posible para dificultarse el éxito. Su primera película, Luces de Buenos Aires, es una cosa absurda”. Más allá del escaso pronóstico en relación con los éxitos o fracasos artísticos, lo que realmente le molestaba a Manzi de Gardel (un admirado suyo, por supuesto) era su interés por la industria extranjera del cine.
Militante político por vocación, el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 le trajo como consecuencia la destitución de sus cargos como profesor y la expulsión de la Facultad de Derecho. Es que, con 23 años, había liderado a punta de pistola la ocupación de esta facultad en repudio al golpe militar que el 6 de septiembre derrocó a Hipólito Yrigoyen. Más tarde, junto a jóvenes como Arturo Jauretche fundó la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (Forja), que diez años después se disolvió para apoyar al naciente peronismo.
Hubo una última pasión en su vida, asumida por pertenencia geográfica: Huracán. “La historia de los barrios porteños está escrita, sin duda alguna, en los libros de actas de los clubes de barrio –escribió–. Huracán es casi la historia misma del Parque de los Patricios. Alrededor de su nombre pampero giran los recuerdos del barrio sur. Al globo rojo sobre campo blanco –heráldica suburbana– están adheridas las cosas del barrio, y los cafetines del barrio, y los baldíos del barrio, con melancólicas suturas.” Así escribía su evocación del club de sus amores, impregnada, también, por la nostalgia que marca su obra.
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